Aquellos que nunca abandonaron sus entornos familiares están condenados a la ceguera.
Susan Bernofsky
Mi móvil austriaco indica dos horarios: el de Tenerife (hora local) y el de Viena (hora en la Heimat). En sentido recto, una es la hora del lugar donde oficialmente resido; la otra, la ciudad donde he vivido esporádica mente y que ha sido objeto intenso de mi trabajo en los últimos años. Sin embargo, en sentido figurado, esa separación algorítmica se ajusta bastante bien a mi realidad vital y anímica.
Tenerife —un lugar bastante parecido a Cuba, el país donde, por error, nací— es el sitio que se vuelve demasiado ajeno y en ocasiones hasta aborrecible por excesivamente familiar. El otro, la «falsa» Heimat vienesa, es el entorno en el que me siento tan a gusto como para desear seguir descubriendo aspectos suyos que me enriquezcan. Creo que fue Chaplin quien dijo que la patria estaba allí donde uno se sentía bien. En cambio para mí, la «patria» —si es que existe algo así en mi imaginario (en todo caso sería una patria difusa, extraterritorial, apátrida, sin demarcaciones impuestas de ninguna índole)—, sería aquella que aún no ha perdido a tal punto su fascinación como para querer dejar de apropiármela. Por un lado, el lugar que imponen el nacimiento, la historia, la geografía o la lengua; por el otro, el sitio de los afectos, ese que in-corporamos a voluntad, por deseo propio.
Cuando alguien me pregunta por mi origen, suelo decir medio en broma (pero también medio en serio) que soy un «ex cubano». La Cuba que conocí como adulto y, sobre todo, como homme des lettres era un territorio hostil, una especie de cárcel a cielo abierto. Mi segunda «patria» oficial, España, se ha vuelto también en parte, en los últimos años, un lugar hostil, discriminatorio y agresivo contra mi persona, mis opiniones y mis ideas o mis nociones de una ética profesional, por lo que, aun viviendo allí, me siento un «traductor español exiliado». Y eso en pleno siglo XXI.
Si tuviera que decir extraoficialmente qué nacionalidad detento, prefiero definirme —también medio en broma y medio en serio— como «ciudadano de las Repúblicas Libres de Straelen, de Looren o de Ventspils», las casas de traductores que más he frecuentado y donde, compartiendo semanas y meses con colegas de todos los confines, creo haber conseguido convertirme en una especie de ciudadano del mundo, condición que seguramente me habría estado negada de haberme resignado al cautiverio habanero o de moverme únicamente en los para mí corruptos mundillos literarios españoles.
«Sólo me interesa lo que no es mío», dice el manifiesto antropófago de Oswald de Andrade. Para el impulsor de la vanguardia brasileña, esa es la «ley del hombre, la ley del antropófago». Y la traducción es en sí misma un acto de antropofagia. Toda sensación de ser portador de una identidad imprecisa, sin sitio fijo, me viene dada por casi cuatro décadas ejerciendo el oficio de traducir. Creo, por haberlo experimentado en carne propia, que la práctica asidua de esta profesión mina y deshace (o debería hacerlo) las identidades fijas o cerradas y dota a la mente (y también al cuerpo) para la adquisición de identidades fluctuantes, abiertas y difusas. No se trata sólo de los conocimientos, el vocabulario o las historias que acumulas traduciendo, sino de todo lo que, con el tiempo, acabas incorporando de forma consciente o inconsciente a tu vida personal.
La traducción, ese acto de devoración, culmina más tarde en un acto concreto de deposición o devolución. Como performance antropofágica, la labor de un traductor implica in-corporar el texto y la cultura del original, masticarlos, digerirlos, asimilarlos y devolverlos transformados. Pero ciertos nutrientes quedan en quien traduce, forman parte del proceso continuo de su vida, del ciclo de destrucción y regeneración que es nuestro frágil organismo. En ese sentido, ninguna traducción nos deja «indemnes». (La frase de Ottilie en Las afinidades electivas: «Es wandelt niemand ungestraft unter Palmen», bien que vale para cualquier traductor o traductora, y en mi caso concreto, nacido bajo la cómoda sombra de patrióticas palmeras —la palma real es el «árbol nacional» de Cuba—, bien que podría variarse y decir: «Es wandelt niemand ungestraft unter Tannen».)
Lo que a primera vista puede parecer metáfora es un proceso vivo, concreto y palpable. Como los ciclos de las plantas en una huerta. O como el sexo, ese intento de fusión con un cuerpo ajeno que —lo mismo en forma de descendencia que de recuerdos o de pericia en artes amorosas— deja su huella en nosotros aun mucho tiempo después del goce pasajero. (Remito aquí a esta vieja entrevista en la que hablo de la traducción como cópula.
Las horas, días, semanas, meses o años que pasas traduciendo una obra obligan a quien traduce a respirar, sentir, hablar y hasta gesticular con el autor o la autora traducidos, con sus personajes. En su ensayo ¿Qué es un gran actor?, Claude Roy decía que «un gran actor es el caudal de posibilidades adormecidas, ocultas, que el rayo del proyector de la necesidad hace surgir». Para Roy, la «simulación» llevada a cabo por un actor a la hora de elaborar su personaje consistía principalmente en despertar en sí mismo recursos que uno quizá desconocía. Algo similar ocurre cuando traducimos. Yo, en cambio, me atrevería a ir algo más allá de Roy: una vez evocados esos seres, ya no desaparecen, se quedan en nosotros, prestos a aflorar en cualquier momento que los necesitemos, y no ya sólo en un nuevo libro, sino en nuestra vida diaria. Sería un error considerar cerrado el proceso de aprendizaje vital una vez alcanzado el sedentarismo de la adultez impuesto por las circunstancias, el puesto de trabajo, el dinero, el hábito, la pereza o el arraigo. Y un traductor, aun el de mayor arraigo, tiene la posibilidad de aprender a vivir muchas vidas. La mimesis que sirve de base a todo aprendizaje nos viene dada con cada nuevo encargo. En nuestras manos está el incorporar o no a nuestro ser lo aprendido en cada nueva obra. Fue Matthias Claudius quien dijo que, además del Heimweh de los alemanes, existía un Hinausweh universal, un deseo de salirse o alejarse del propio entorno, de trascender los límites impuestos por el exterior: los límites de la mente, del cuerpo, de las ideologías o los sentimientos asociados al terruño. La traducción es, a mi juicio, el vehículo ideal para ello.
La metáfora del viaje es una de las más usadas cuando hablamos de traducir literatura. Para mí, sin embargo, ha sido siempre más que una metáfora. Cada nuevo libro es un pretexto para viajar realmente. Quiero decir: para acortar distancias, para tomar un tren o un avión e ir a visitar el lugar descrito en una novela o un cuento. Es el pretexto perfecto para abandonar por unos días el cálido entorno del hogar y exponerse a la intemperie de lo desconocido, para probar nuevos platos, conocer nuevas costumbres o personas, informarse con la población local, oír sus historias, concretar una imagen sólo vagamente intuida a través de las palabras.
Cuando, entre 2009 y 2017 me ocupé de la obra de Gregor von Rezzori, tuve el pretexto perfecto para irme a la casa rural de la Toscana donde el autor residió los últimos 30 años de su vida y conocer a su viuda, a sus allegados y amigos. En tres ocasiones trabajé allí en el mismo estudio donde se concibieron y escribieron las obras traducidas, rodeado por los objetos personales del autor, sentado en su silla, hojeando sus manuscritos y su correspondencia, leyendo los últimos libros que tenía cerca de su escritorio en el momento de su muerte. En resumen: en tres ocasiones pasé semanas devorando su mundo. En cierto modo, en esos momentos dejé un poco de existir y fui el autor, viví metido en su piel, probé de sus platos y vinos preferidos, charlé con algunos de sus mejores amigos, me nutrí de su visión del mundo y de la visión (tan personal) que de él guarda con celo su viuda, que jamás aprendió a hablar la lengua literaria de su marido, el alemán. Una académica española me dijo una vez que no debía seguir contando esta historia, porque, a su juicio, era poco relevante para la traducción. Sinceramente, no lo creo. En cambio, un (destitulado) traductor cubano ha visto en mi ensayo Traduciendo a Gregor von Rezzori en su propia casa uno de los mejores textos que ha leído sobre traducción. Seguramente ese colega exagera, pero creo que lo que le apasionó de ese ensayo es que se trata del relato de un viaje de degustación (o, si se quiere, de devoración). Tal vez por eso una teoría como la de la antropofagia cultural pudo sólo surgir en América Latina y no en una España siempre, siempre a la zaga.
En 2018 propuse al editor de Periférica la traducción de la novela El ángel del olvido, de Maja Haderlap. Otra buena ocasión para salir de viaje: para contactar a la autora, visitar la casa familiar donde se desarrolla la trama, conocer a su hermano (que lleva la granja de sus padres y realiza una labor imprescindible de recuperación de la memoria histórica de los eslovenos de Carintia). Me pasé casi dos semanas viviendo en aquel entorno, ayudando al hermano de la autora en las labores de la granja, recorriendo (hasta donde pudieron mis fuerzas) los escarpados caminos de los partisanos austro-eslovenos, participando en sus celebraciones familiares, oyendo sus historias, conociendo las tabernas de la zona (y sus platos y sus vinos y su dialecto y sus bromas y sus angustias y preocupaciones). Una vez más, la experiencia pasó por un proceso de voluntaria «desexistencia» que se nutre de lo ajeno para, con buena suerte y voluntad, incorporarlo definitivamente al ADN propio.
Traducir es, en muchos sentidos, ab-negación. Pero para mí es, literalmente, la abjuración de uno mismo en función no solo de transmitir lo ajeno, sino de in-corporarlo para siempre. Es la forma ideal de renegar de los condicionamientos del origen real para llegar a ser, tal vez, un ser humano más universal, completo y fractal. Nacido en Cuba en 1965 como hijo de descendientes de españoles (canarios y asturianos), no tuve oportunidad de ser un esloveno de Carintia ni un partisano en los montes Karavanke. Pero en 2019 incorporé definitivamente esa historia a mi «genética». De modo que, a partir de ahora, el europeo convencido que soy podría llegar a ser un esloveno carintio y, llegado el caso, también un partisano en armas contra los fascismos que (¿Acaso no los veis llegar?) se avecinan.
El viaje de la traducción también puede ser, claro está, solamente mental. Sobre ello han corrido ríos de tinta. Cuando en febrero del año pasado se inició la agresión rusa a Ucrania, me lancé a escribir un artículo que titulé «Mi Ucrania» y en el que hago profesión de fe de mi «ciudadanía ucraniana». ¿Cómo alguien nacido bajo el odioso y constante sol del Caribe puede pretender sentir como propio un país que no ha visitado nunca y cuya lengua no domina? Una vez más: ¡gracias a la traducción! Haberme ocupado durante años, como traductor y ensayista, de las obras de Gregor von Rezzori, Paul Celan, Rose Ausländer o Ludwig Schajowicz, nacidos en Czernowitz (hoy Chernivtsí, en la Ucrania occidental), me ha permitido crear una amplia red de afectos con esa región y con ese país. Ser asiduo lector y traductor de Joseph Roth (oriundo de la Galitzia oriental) o trabajar mano a mano con el historiador Karl Schlögel en varios de sus libros sobre Rusia o Ucrania me ha abierto las puertas a un mundo al que jamás habría accedido tan de primera mano si no fuera lo que soy: traductor, solo traductor. Un ser incompleto que se renueva con cada libro, sin un ápice de las ínfulas vanidosas de tantos autores y autoras.
Conocemos infinidad de libros de autoayuda o de dietética sobre cómo determinados hábitos alimenticios influyen en el funcionamiento de nuestro organismo. El sentido de la vista es uno de los tantos objetos de esos análisis. «Para tener buena vista hay que comer zanahorias», decía mi abuela. Según el proverbial «principio de la zanahoria» (adoptado más tarde por algunas empresas como principio de motivación basado en el premio y el castigo), para hacer que un burro camine es preciso colgarle delante una zanahoria y darle palos continuos en el lomo. Olvidémonos por un momento de los palos. En traducción, que es puro Knochenarbeit, los «palos» están garantizados de antemano. Pero traducir es, para mí, mi zanahoria. Gracias a ella me pongo en movimiento y emprendo algo contra mi propia ceguera, contra mi propia condición de «burro» ignorante que se niega a moverse del sitio fijado por una identidad dada y siempre, siempre, accidental.
Hace muchos años traduje una obra de teatro de Siegfried Lenz titulada La venda (Die Augenbinde). Su trama puede resumirse así: una expedición de sesudos científicos arriba a un lugar ignoto y exótico (al parecer una isla remota), cuya cruel particularidad es que todos sus habitantes son ciegos. Los recién llegados son puestos en cuarentena por las autoridades locales en un sitio apartado e inaccesible y la condición para poder integrarse en la sociedad de la isla es la renuncia al sentido de la vista. Al final, en su afán por acomodarse —incluso a la terrible condición de ciegos—, la mayoría de esos académicos acaba cediendo y resignándose a no ver para no sentirse tan solos. Curiosamente, entre ellos —dicho sea de paso— no había ningún(a) traductor(a).
„La palabra debe ser como una pupila“
„Traducir no es una operación mecánica, sino un acto existencial“
El Premio de Traducción del Colegio de Traductores de Straelen ha recaído en su edición…